«La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado» Juan 17.22-23
Todos, en algún momento, hemos vivido situaciones de conflicto. Tal vez en casa, en el trabajo, en la iglesia o con amigos. Diferencias, malentendidos, momentos donde parece que nadie quiere ceder.
Hoy vivimos en una sociedad que valora la independencia, la autosuficiencia, el «yo me las arreglo solo». Pero esa manera de pensar muchas veces nos termina alejando de los demás... y también de Dios.
En Juan 17 desde el versículo 20 en adelante, nos encontramos con un momento clave: Jesús está orando por los creyentes, en lugar de enfocarse en sí mismo, estaba orando por nosotros.
Jesús oraba por los creyentes del presente y por los del futuro. Oraba por la Iglesia, por todos aquellos que accederían a la fe, por los que un día lo conocerían. Su visión iba más allá del momento que estaba viviendo, más allá de sus emociones.
JESÚS ESTABA PENSANDO EN OTROS.
Estaba enfocado en la unidad, en la necesidad de que fuéramos uno, en que compartiéramos propósito, vínculo y amor. Eso es lo opuesto a la autosuficiencia, que nos encierra en querer satisfacer nuestros propios deseos, metas o necesidades.
EL DESEO DE JESÚS ERA, Y SIGUE SIENDO, QUE SEAMOS PERFECTOS EN UNIDAD.
Pero que difícil es la tarea de mantener esa unidad cuando hay intereses divididos, cuando cada uno arma sus propios planes o cuando nos esforzamos por tener la razón sin importar si dañamos al otro. Jesús lo deja claro: cuando hay división, nada se sostiene. Ni una familia, ni una comunidad, ni un propósito común puede permanecer en pie si está dividido (Marcos 3.24-25).
Jesús oraba por unidad porque entendía que la división y la autosuficiencia son enemigos peligrosos. Su deseo era que el mundo conociera el mensaje de salvación, pero sabía que eso no iba a suceder si no estábamos unidos.
Hoy vemos exactamente eso: familias divididas, relaciones rotas, matrimonios desgastados, hijos que sufren las consecuencias de decisiones egoístas. Cada uno persigue su propio objetivo sin considerar al otro, y eso nos lleva a dañar, incluso, a quienes amamos.
Así nacen los conflictos. A veces, por cosas mínimas, una familia entera se puede romper. Algo se dice en la mesa, un comentario malinterpretado… y listo. Todo el amor y lo vivido juntos se borra por el orgullo.
EL ORGULLO ES SILENCIOSO.
Nos hace hablarnos a nosotros mismos, nos dice «que venga él a pedirme perdón». Y así, poco a poco, perdemos la oportunidad de disfrutar a quienes amamos. El orgullo nos aísla y nos hace perder la unidad que Jesús tanto anheló para nosotros.
La autosuficiencia nos lleva a levantar barreras internas: decimos «todo bien, pero en esta área no te metas», incluso somos capaces de decirle eso a Dios. Decidimos vivir ciertas cosas solos, aislados, defendiendo nuestros intereses personales, cuando en realidad lo que necesitamos es reconocer a Dios en cada área de nuestra vida.
Necesitamos abrir nuestra mente, dejar que el Espíritu Santo comience a obrar, a hablarnos, a confrontar nuestras actitudes. Necesitamos que Él nos muestre otra perspectiva, que nos saque de nosotros mismos para empezar a ver lo que verdaderamente importa.
La Palabra es clara: no nos apoyemos en nuestra propia sabiduría, sino confiemos en el Señor, reconociéndolo en cada paso que damos (Proverbios 3:5-7). Pero muchas veces buscamos soluciones desde nuestra propia lógica y dejamos de lado a Dios, nos apoyamos en nuestra inteligencia, en nuestros pensamientos, pero nos volvemos a equivocar una y otra vez. Y lo peor es que, sin darnos cuenta, dejamos de confiar en Dios.
El mejor camino que podemos tomar frente a los problemas, las heridas o las decisiones importantes, es el de reconocer nuestra dependencia de Dios. Y es que temer al Señor no es tenerle miedo, sino considerarlo, hacerlo parte activa de nuestra vida. Es tomar decisiones desde su presencia, desde su guía. Pero muchas veces terminamos hablando solos, confiando solo en nosotros, en lugar de entregarle el control a Él.
Como iglesia, somos insistentes con esto: caminar juntos. Y lo repetimos porque es el deseo de Jesús.
En Juan 17:23 Él dice: «Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad. Así el mundo sabrá que tú me enviaste y que los has amado como también a mí me has amado.»
Jesús está hablando con el Padre, orando por nosotros. Su anhelo no era una iglesia perfecta en estructura, sino perfecta en unidad. Y esa unidad es más que estar juntos: es tener un propósito común, valores compartidos y vínculos profundos.
Podemos estar en el mismo lugar, vestirnos igual, compartir actividades, pero eso no significa vivir en unidad. La unidad es mucho más que la presencia física: es la entrega del corazón. Es participar del otro, es compartir el proceso, es decidir pertenecer.
PODEMOS ESTAR PRESENTES, PERO NO UNIDOS.
A veces creemos que por compartir un propósito ya estamos en unidad. Pero la realidad es que podemos tener un propósito común y no compartir valores ni generar vínculos reales. Podemos decir: «todo bien con la iglesia», pero vivir desconectados emocionalmente, venir y salir sin involucrarnos con nadie.
La unidad nos lleva mucho más allá de simplemente estar juntos. Podemos coincidir en gustos, en ropa, en eventos… pero si no hay entrega, no hay unidad.
Ahí es donde aparece una diferencia clave: una cosa es la unidad y otra es una alianza. Una alianza es un acuerdo puntual entre dos partes que se unen para lograr un objetivo. Y si bien eso puede ser útil, también es frágil. Cuando cambia el interés, la alianza se rompe. La unidad, en cambio, requiere algo más profundo: entrega, compromiso, vínculo.
JESÚS NO ORÓ PARA QUE TENGAMOS ALIANZAS, ORÓ PARA QUE TENGAMOS UNIDAD REAL.
Por eso, como iglesia, amamos los grupos de conexión. Porque no queremos construir una comunidad basada en eventos o estructuras, sino en relaciones. Por eso decidimos tener una sola reunión semanal: para fomentar vínculos verdaderos, para que las personas no solo participen, sino que pertenezcan.
Esa fue la urgencia que Jesús vio cuando oraba. Porque hay momentos en los que no nos ponemos de acuerdo, hay tensiones y diferencias. Y ahí es donde se prueba la verdadera unidad.
LA PERFECCIÓN EN UNIDAD REQUIERE UNA ENTREGA MAYOR, NOS EMPUJA A AMAR INCLUSO CUANDO NO COINCIDIMOS.
A veces compartimos con personas con las que no nos llevamos tan bien, que piensan distinto, que no cumplen nuestras expectativas. Pero nos olvidamos de algo: nos necesitamos. Cada uno fue pensado por Dios. Cada persona es valiosa y tiene un propósito único en su Reino. No podemos descartarlos solo porque no encajan con lo que nos resulta cómodo.
Jesús fue enfático: «que el mundo crea que tú me enviaste y que los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:23).
Eso no va a pasar si seguimos dividiendo, si seguimos evitando a quienes nos incomodan. El mundo necesita ver una iglesia coherente, real y transparente.
Vivimos en una sociedad golpeada por las decepciones, las divisiones y la hipocresía. Por eso, hoy más que nunca, tenemos una responsabilidad: que nuestra forma de vivir hable tan fuerte como nuestras palabras.
Si cada uno de nosotros está en la misma situación, todos somos pecadores, porque todos estamos destituidos de la gloria de Dios. Por eso necesitamos a Jesús, por eso necesitamos reconocerlo constantemente.
LA UNIDAD NOS FORTALECE Y ES CLAVE PARA LLEVAR ADELANTE NUESTRA TAREA COMO IGLESIA: ACERCAR A LAS PERSONAS A DIOS.
En Efesios 4:1-3, Pablo nos llama a vivir de forma digna del llamado que recibimos, con humildad, paciencia y tolerancia, esforzándonos por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Esa unidad no la inventamos nosotros, ya está, porque viene del Espíritu Santo. Lo que nos toca a nosotros es mantenerla, con decisión, con compromiso, con amor.
Cada uno de nosotros tiene al Espíritu Santo guiándonos, acompañándonos, mostrándonos el camino. La unidad no es una linda idea: es una responsabilidad concreta que tenemos como iglesia. Jesús también lo dijo: cuando dos se ponen de acuerdo en la tierra, Dios responde desde el cielo (Mateo 18:19). Todo se trata de acuerdo, todo se trata de unidad.
Necesitamos orar juntos, buscar a alguien que camine con nosotros. No fuimos creados para vivir aislados. A veces pensamos que avanzar solos es más rápido, pero la soledad termina pesando en el corazón. Provocar vínculos profundos cuesta, pero vale la pena. Y todo comienza cuando decidimos salir de nosotros mismos.
La Palabra nos anima y nos dice: esfuércense, provoquen la unidad para que el mundo crea y para que otros conozcan la salvación, para que experimenten el amor de Dios que nosotros disfrutamos. Ese abrazo oportuno, esa paz que sobrepasa todo entendimiento, muchos no la conocen aún. Necesitamos provocar vínculos profundos.
EL DESEO DE JESÚS ES QUE EL MUNDO LO CONOZCA A TRAVÉS DE NOSOTROS.
La unidad es confianza. La unidad es rendición, es darle todo el lugar a Dios en nuestra vida, es entregarle aquello que el orgullo no quiere soltar. Unidad es perdonar, es soltar, es confiar que Dios tiene todo bajo control.
Muchas veces perdemos la oportunidad de que otros conozcan a Jesús, que vean la obra que Él está haciendo en nuestra vida.
La unidad es tener clara la visión que Dios tiene para nuestra vida: que otros lo conozcan. Somos parte de algo mucho más grande y juntos somos mejores.
REFLEXIÓN
¿CÓMO MANTENGO LA UNIDAD?
La unidad comienza en nosotros. Cada actitud, palabra y decisión puede construir o destruirla. Para mantenerla, primero debemos reconocer que sin Dios no podemos. Solo Él puede transformar nuestras vidas, cambiar cómo actuamos, cómo respondemos y cómo nos relacionamos. Entregarnos por completo a su voluntad es la base para que la unidad crezca firme y verdadera.
¿ESTOY ACTUANDO EN MIS RELACIONES CON EGOÍSMO?
Nos cuesta no juzgar, ver solo los errores o lo que falta en otros según nuestras expectativas. Pero no estamos llamados a eso. Nuestro llamado es amar, perdonar y caminar junto a los demás. Que nuestra vida sea un reflejo vivo del amor de Dios, coherente y transparente, para que quienes nos rodean puedan ver el poder de ese amor en acción.
¿CUÁL ES MI ROL EN LA UNIDAD?
La unidad no se sostiene sola ni depende de los demás: depende de nosotros. Es un compromiso personal y colectivo que empieza en nuestra actitud y en la voluntad firme de perdonar, respetar y sumar. Nuestro rol en la unidad no está condicionado por lo que hagan otros, sino por nuestro propio compromiso. No podemos esperar que otros den el primer paso: la unidad comienza con nosotros y es nuestra responsabilidad hacerla realidad.