«Los israelitas se dieron cuenta de que estaban en aprietos, pues todo el ejército se veía amenazado. Por eso tuvieron que esconderse en las cuevas, en los matorrales, entre las rocas, en las zanjas y en los pozos. Algunos hebreos incluso cruzaron el Jordán para huir al territorio de Gad, en Galaad. Saúl se había quedado en Guilgal, y todo el ejército que lo acompañaba temblaba de miedo. Allí estuvo esperando siete días, según el plazo indicado por Samuel, pero este no llegaba. Como los soldados comenzaban a desbandarse, Saúl ordenó: «Tráiganme el holocausto y los sacrificios de comunión»; y él mismo ofreció el holocausto. En el momento en que Saúl terminaba de celebrar el sacrificio, llegó Samuel. Saúl salió a recibirlo, y lo saludó. Pero Samuel le reclamó: ―¿Qué has hecho? Y Saúl le respondió: ―Pues, como vi que la gente se desbandaba, que tú no llegabas en el plazo indicado, y que los filisteos se habían juntado en Micmás, pensé: “Los filisteos ya están por atacarme en Guilgal, y ni siquiera he implorado la ayuda del SEÑOR”. Por eso me atreví a ofrecer el holocausto. ―¡Te has portado como un necio! —le replicó Samuel—. No has cumplido el mandato que te dio el SEÑOR tu Dios. El SEÑOR habría establecido tu reino sobre Israel para siempre,» 1 Samuel 13.6-13

Esperar puede volverse un desafío en muchas ocasiones. Nos cuesta esperar en un banco, en un hospital o en la fila del supermercado, donde parece que nunca llega nuestro turno. Sin embargo, no solo enfrentamos esta dificultad en situaciones cotidianas, también la sentimos cuando esperamos en Dios.

En medio de la espera, tomamos decisiones importantes que determinan nuestro camino, y es inevitable que la duda nos invada en más de una ocasión. ¿Por qué dudamos? Porque nos falta confianza.

Muchas veces, el entorno tampoco ayuda. Potencia nuestras dudas al ver que las cosas no salen como esperamos, y todo lo que nos rodea influye en nuestros pensamientos y nos lleva a creer que la situación que atravesamos nos supera.

Miramos la economía y tememos no llegar a fin de mes, sentimos miedo de perder el trabajo, la inseguridad nos afecta día a día, enfrentamos problemas de salud y familiares, nos preocupa el futuro, y los proyectos personales no resultan como planeamos.

Es en esos momentos cuando la duda comienza a actuar en nuestras vidas. No sabemos hacia dónde ir, si lo que estamos haciendo está bien o si estamos en lo correcto. La presión puede ser tal que nos sentimos fracasados, creyendo que no lo lograremos, o que Dios no lo hará.

El problema no es la duda, sino cuando la duda se instala en nuestras vidas. La duda es el peor enemigo de la fe porque nos paraliza y, en el peor de los casos, nos lleva a tomar decisiones apresuradas, decisiones que nos hacen cometer errores.

Día a día nuestra fe es puesta a prueba, y aunque la duda quiera invadirnos, debemos recordar que Dios está dispuesto a ayudarnos en medio de cada situación.

Es vital recordar siempre la fidelidad de Dios. En el Salmo 77, David comienza clamando a Dios y, en medio de su oración, se cuestiona si Dios podría actuar nuevamente como lo había hecho antes.

Salmo 77.11-12 dice: «Prefiero recordar las hazañas del Señor, traer a la memoria sus milagros de antaño. Meditaré en todas tus proezas; evocaré tus obras poderosas.»

Recordar lo que Dios ha hecho en nuestras vidas es lo que traerá confianza a nuestros corazones, evitando que la duda tenga lugar.

No solo la duda es un problema, sino también nuestro deseo de tener todo bajo control. Si algo no sale como lo planeamos, tratamos de hacer lo posible para solucionarlo.

Queremos tomar el control, porque lo que realmente buscamos es tener seguridad. Creemos saber cómo hacer las cosas y tratamos de calmar nuestros sentimientos y pensamientos. Sin embargo, lo que realmente estamos haciendo es limitar a Dios con nuestra actitud, limitando lo que Él quiere hacer en y a través de nuestras vidas

¿Cuántas veces queremos tomar el control sobre situaciones que no nos corresponden, aun sabiendo que están fuera de nuestro alcance? Pensamos que la solución está en dirigir el rumbo de nuestras vidas. La verdad es que, cuanto más perdamos el control y más se lo entreguemos a Dios, más seguros estaremos.

El esfuerzo humano no reemplaza la voluntad de Dios. Por más esmero y dedicación que pongamos en un asunto, si Dios no está en medio, si no tiene el control, no lograremos nada. Además, al entregar el control a Dios, estamos matando nuestro orgullo.

Qué difícil es obedecer frente a algo cuyo resultado desconocemos. La obediencia es un acto de fe. Muchas veces, lo que Dios nos pide no tiene sentido para nosotros y requiere nuestra obediencia. No intentemos razonarlo, la obediencia es cuestión de fe. Dios busca nuestra obediencia, y con el tiempo nos damos cuenta de que Sus planes no son como nosotros pensábamos o creíamos.

Necesitamos aprender a ser obedientes a la palabra de Dios, confiando en Sus promesas, reconociendo y valorando la importancia que nuestra vida tiene para Él. Debemos vivir con libertad, sin permitir que la presión que nos rodea nos esclavice No intentemos tomar atajos, hay un solo camino y es entregándolo todo en manos de Dios.

Que la duda no nos lleve a querer tomar el control. Que en el momento de espera podamos ser obedientes y dejar que Dios actúe con total libertad en nuestras vidas, aunque a veces ese tiempo se vuelva complicado y parezca que la situación que estamos atravesando nunca va a terminar.

NO DESESPERES, DIOS SIGUE TENIENDO EL CONTROL Y TIENE LO MEJOR PARA TU VIDA.



¿ESTOY DEJANDO QUE LA DUDA TOME CONTROL DE MI VIDA?
Cuando estamos a la espera de algo la duda quiere tomar el control. Necesitamos recordar que Dios no nos olvida y encontrar la paz que viene por confiar en Él.

¿ESTOY DEJANDO A DIOS TOMAR EL CONTROL DE MI VIDA?
Muchas veces la frustración viene porque queremos nosotros tener el control, y la realidad es que no podemos controlar nada. Necesitamos devolverle el control a Dios de nuestras vidas.

¿ESTOY OBEDECIENDO A TODO LO QUE DIOS ME DICE?
La fe y la confianza en Dios se reflejan en un corazón obediente, que busca hacer la voluntad de Dios y no la propia.

 

 

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