«Así que de ahora en adelante no consideramos a nadie según criterios meramente humanos. Aunque antes conocimos a Cristo de esta manera, ya no lo conocemos así. Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!» 2 Corintios 5:16-17

 

Desde chicos, hemos aprendido (o se nos ha enseñado) la importancia de la opinión de los demás y de ser aceptados por quienes nos rodean. Se nos transmite, muchas veces de forma implícita, la necesidad de «hacernos valer». Esto se refleja en la costumbre de mostrar solo «nuestras maravillas» y esconder los errores «bajo la alfombra».

En muchas ocasiones adoptamos una actitud exagerada, con el único objetivo de llamar la atención. Pero no siempre esta actitud nace en nosotros; a veces es nuestro entorno el que nos empuja a entrar en ese círculo vicioso de comparación constante.

LA COMPARACIÓN CONSTANTE ALIMENTA LA INSEGURIDAD Y NOS DESVÍA DE NUESTRA VERDADERA IDENTIDAD.

La reacción automática ante la comparación suele ser defendernos, intentar demostrar que «no somos menos que los demás», buscando validación o aprobación. Así, sin darnos cuenta, entramos en una competencia silenciosa y personal. Comenzamos a analizar cada palabra, cada acción, cada detalle, todo con el fin de no quedar en desventaja frente a otros.

La inseguridad se dispara con un simple comentario sobre otra persona. Y como respuesta, nuestras acciones, muchas veces inconscientes, buscan la validación externa, en lugar de afirmar nuestra identidad interna.

Nos movemos en un entorno que parece una competencia constante, ocultando la raíz real de muchas de nuestras reacciones: LA INSEGURIDAD DE NO SABER REALMENTE QUIÉNES SOMOS.

Generalmente, nos comparamos con quienes consideramos «mejores», deseando ser como ellos. Y si nos comparamos con alguien en peor situación, es solo para no sentirnos tan mal, pero nunca con la intención de ser como esa persona. La comparación nunca construye, solo disfraza una lucha interior.

En Lucas 8, encontramos el relato de un hombre que vivía en condiciones extremas, poseído por un espíritu maligno. Es difícil pensar que alguien en esa época haya dicho: «quiero ser como él». Jesús, luego de haber cruzado el lago con sus discípulos, llega a la región de los Gerasenos y allí se encuentra con este hombre, marginado por la sociedad, conocido simplemente como «el endemoniado».

Este hombre no tenía hogar, no se vestía, vivía en sepulcros y rompía incluso las cadenas con las que intentaban atarlo. Vivía aislado, temido y rechazado. Pero todo cambió con un solo encuentro con Jesús.

UN ENCUENTRO CON JESÚS NO SOLO TRANSFORMA, TAMBIÉN RESTAURA LA IDENTIDAD Y REVELA EL PROPÓSITO.

Tras ser liberado, la gente lo encontró sentado, vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús. El cambio fue tan radical que causó temor en quienes lo conocían. No podían comprender cómo alguien tan marcado por el sufrimiento podía estar ahora completamente restaurado.

Lucas 8:38-39 dice que este hombre quería seguir a Jesús, pero Él le dijo: «Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti». Y eso hizo: proclamó por todo el pueblo lo mucho que Jesús había hecho en su vida.

Este relato no solo muestra una liberación espiritual, sino también una restitución total de su dignidad y valor como persona. Jesús no solo lo sanó, sino que le dio un nuevo comienzo, una nueva identidad.

Si nos comparamos con él, debemos reconocer que nuestra condición ante Dios no era mejor. Ninguno de nosotros podía, por mérito propio, alcanzar la salvación. No existe trato preferencial: el amor de Dios es completo e igual para todos. No hay que hacer nada para merecerlo, ni se puede hacer algo para que nos ame más.

Aceptar ese amor inmerecido, reconocer nuestras fallas y abrir nuestro corazón a Jesús es lo que marca un verdadero antes y después. Es ahí donde empezamos a vivir la transformación real.

SOY LO QUE DIOS DICE DE MÍ, NO LO QUE OTROS DICEN NI LO QUE YO MISMO SOLÍA PENSAR DE MÍ.

Al conocer a Dios, nuestra identidad comienza a redefinirse. Comprendemos que no importa cuánto nos esforcemos, si Él no está en el centro de nada sirve.

Salmo 127:1 lo resume bien: «Si el SEÑOR no edifica la casa, en vano se esfuerzan los albañiles.»

Ya no necesitamos compararnos ni buscar validación. Ahora sabemos que fuimos pensados de antemano, con talentos, dones y una personalidad única. Podemos parecernos a otros, pero no somos ellos, porque Dios nos creó con un propósito especial.

Romanos 12:3-6 nos recuerda que todos formamos parte del mismo cuerpo, pero cada uno con una función diferente. No hay jerarquías, sino que nos complementamos. Al descubrir nuestro propósito, entendemos que no estamos para competir, sino para contribuir. 

VIVIR SIN COMPARACIÓN ES RECONOCER QUE SOMOS ÚNICOS, VALIOSOS Y NECESARIOS EN EL PLAN DE DIOS.

Cuando dejamos de mirar a los demás como competencia, podemos enfocarnos en lo que Dios quiere hacer en y a través de nosotros. Podemos hacer la diferencia donde estamos, no para que nos aplaudan, sino porque entendemos quiénes somos y para qué fuimos llamados.

«Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica.» Efesios 2:10

Nuestros talentos, dones y personalidades fueron diseñados para bendecir a otros y acercarlos a Dios. Es el Espíritu Santo quien nos recuerda nuestra verdadera identidad y nos guía a sanar, crecer y avanzar.

Gálatas 5:25-26 nos advierte sobre dejar que la vanidad nos lleve a provocarnos y envidiarnos. En cambio, nos invita a caminar guiados por el Espíritu, que nos da vida y dirección.

¡MI VIDA ESTÁ PARA BENDECIR, AMAR, HONRAR, CELEBRAR Y POTENCIAR A OTROS!

No hay competencia cuando sabemos quiénes somos en Dios, ya las diferencias no nos separan, sino que nos enriquecen. Eso es vivir sin comparación.

 

 


REFLEXIÓN

¿ESTOY VIÉNDOME COMO DIOS ME VE?

Vernos como Dios nos ve significa dejar de definirnos por la comparación, la inseguridad o la opinión de los demás, y comenzar a creer lo que Él dice de nosotros: que somos una nueva creación, somos amados, valiosos y tenemos propósito. Así como el endemoniado en Lucas 8 fue transformado y restaurado por Jesús, nosotros también podemos vivir sin comparación al aceptar nuestra identidad en Él. Dios ya nos ve completos, ahora nos toca alinearnos con esa verdad.

 

¿ME ESTÁ DETENIENDO LA COMPARACIÓN Y LAS INSEGURIDADES?

A veces medimos nuestro valor con parámetros humanos y no con la verdad de Dios. Cuando nos enfocamos en lo que otros tienen o hacen, perdemos de vista lo que Dios quiere hacer con nuestras vidas. Vivir comparándonos alimenta la inseguridad y nos desconecta de nuestro propósito. Pero al entender quiénes somos en Cristo, descubrimos que no necesitamos validación externa, porque Dios ya nos ha dado identidad, valor y un llamado único.

 

¿ME ESTÁ COSTANDO VER A LOS DEMÁS SIN COMPARACIONES?

Cuando no tenemos claro quiénes somos, es fácil ver a los demás como competencia en vez de como compañeros de propósito. Pero al entender que cada persona fue creada de manera especial, con dones únicos y un llamado diferente, podemos honrar sus vidas sin sentirnos menos. En Cristo, las diferencias no dividen, sino que enriquecen, y al ver a los demás con los ojos de Dios, dejamos de compararnos y comenzamos a disfrutar y celebrar con otros.