«No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos y en especial a los de la familia de la fe.» Gálatas 6:9-10 NVI
Vivimos en una sociedad que busca hacer justicia por mano propia. La idea de darle a cada uno lo que se merece está arraigada en nuestra cultura. Cuando alguien hiere o actúa injustamente, la reacción natural es devolver el golpe, equilibrar la balanza. Sin embargo, esto no trae verdadera paz, sino que alimenta un ciclo de dolor y venganza.
En el Antiguo Testamento, en el libro de Éxodo, nos encontramos con la Ley del Talión, que establecía un principio de justicia proporcional: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie.» (Éxodo 21.24). Esta ley no promovía la venganza, sino que buscaba limitarla, asegurando que la respuesta a una ofensa fuera justa y no excesiva.
Sin embargo, la historia nos muestra que la justicia por mano propia siempre va más allá de los límites. Siempre busca que el otro sufra un poco más del daño que provocó.
JESÚS VINO A CAMBIAR LA LEY DEL TALIÓN.
En el Nuevo Testamento, Jesús nos enseña que debemos ir más allá de esta ley. Nos llama a responder al mal con el bien: «Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente.” Pero yo les digo: No resistan al que les haga mal. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.» Mateo 5:38-39 NVI
En cierta ocasión, los discípulos le pidieron a Jesús que les enseñara a orar, y fue entonces cuando les dio el Padre Nuestro.
«Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en tentación, sino líbranos del maligno.» «Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas.» Mateo 6:12-15 NVI
En este pasaje, Jesús nos muestra que el perdón no es opcional, sino una respuesta a la gracia que hemos recibido. Dios nos perdonó primero, no porque lo mereciéramos, sino por amor. Su gracia es un regalo inmerecido, el perdón de nuestros pecados.
Y así como hemos sido alcanzados por esta gracia, estamos llamados a extenderla a quienes nos han dañado. Perdonamos porque Dios nos perdonó. No porque la otra persona lo merezca o no, sino porque nosotros tampoco merecíamos su perdón y, aun así, lo recibimos.
EL PERDÓN DE DIOS SE VE REFLEJADO EN NUESTRA VIDA CUANDO PERDONAMOS A OTROS.
Parte de perdonar tiene que ver con hacer el bien, y eso no siempre es fácil. Sobre todo cuando las heridas vienen de quienes más queremos: nuestros amigos, nuestra familia, o cuando la vida misma nos golpea con situaciones injustas.
Sin embargo, en medio de todo esto, Jesús ya nos mostró cuál debería ser la condición de nuestro corazón. Nos llama a tener un corazón perdonador, un corazón que refleja la gracia que hemos recibido, un corazón dispuesto a extender el mismo perdón con el que Dios nos abrazó.
Más adelante, en el mismo evangelio, Pedro se acercó a Jesús con una pregunta: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?». Jesús le respondió: «No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces» (Mateo 18.21-22).
En aquella época, lo común en su cultura era perdonar hasta tres veces. Pedro, queriendo ir más allá, propuso el número siete, pero Jesús le respondió con un número que simboliza algo mucho mayor. No se trata de una cantidad exacta, sino de un perdón sin límites, sin condiciones, un perdón que viene de Dios y que es necesario reflejar en nuestra vida.
NO NOS CANSEMOS DE HACER EL BIEN.
Sabemos que no es fácil. Perdonar puede ser una de las cosas más difíciles que enfrentamos, especialmente cuando las circunstancias nos juegan en contra y sentimos que ya no podemos más. Pero la Palabra nos anima: «No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos el bien a todos…» (Gálatas 6.9-10).
El perdón es parte de ese bien que Dios nos llama a hacer. Aunque nos cueste, aunque duela, el perdón transforma nuestro corazón y nos libera.
En esta conversación con Pedro acerca del perdón, Jesús ilustró su enseñanza con una historia (Mateo 18.23-45) Un rey decidió ajustar cuentas con sus siervos y uno de ellos le debía una suma impagable. Sin recursos para saldarla, cayó de rodillas y suplicó misericordia. El rey, movido por compasión, le perdonó toda la deuda y lo dejó libre.
Pero ese mismo siervo, al salir, encontró a un compañero que le debía una cantidad insignificante en comparación con lo que él mismo había sido perdonado. En lugar de mostrar la misma misericordia, no perdono la deuda lo tomó del cuello, le exigió el pago y, al no recibirlo, lo hizo encarcelar.
Cuando el rey se enteró de lo sucedido, lo llamó y le dijo: «Te perdoné toda tu deuda porque me lo suplicaste, ¿no debías haber hecho lo mismo?» Como castigo, lo entregó a los carceleros hasta que pagara todo lo que debía.
Y muchas veces caminamos por la vida con un corazón que no perdona. Se nos olvida el perdón que hemos recibido del cielo y cuánto costó el perdón de Dios sobre nuestra vida. Entonces, negamos a otros el beneficio del perdón porque nos lastimaron, porque nos deben algo, porque no pueden reparar el daño que hicieron, porque jugaron con nosotros, porque nos hicieron sufrir.
La falta de perdón no solo es un problema moral, sino que también trae consecuencias profundas en nuestra vida. En la historia que Jesús contó, el siervo que no quiso perdonar fue entregado a los carceleros, lo que representa el sufrimiento que acarrea un corazón endurecido por la falta de perdón…
Cuando no perdonamos, nos atamos a la amargura, el dolor, el rencor y el resentimiento. Creemos que reteniendo el perdón protegemos nuestro corazón, pero en realidad nos convertimos en prisioneros de nuestro dolor.
La falta de perdón no solo afecta nuestra vida espiritual y emocional, sino también nuestro bienestar físico. Un corazón que no ha decidido perdonar puede reflejarse en insomnio, tensión y dolores en el cuerpo y que muchas veces, sin darnos cuenta, llevamos sobre nuestros hombros el peso de aquello que hemos decidido no soltar.
EL PERDÓN LIBERA, SANA Y REFLEJA LA GRACIA INMERECIDA QUE HEMOS RECIBIDO DE DIOS.
Dios no nos dejó atrapados en ese peso. Su plan siempre fue darnos libertad, y esa libertad la encontramos en Jesús. A través de su muerte y resurrección, Él pagó la deuda que nosotros nunca podríamos haber saldado. Nos ofreció un perdón inmerecido, un regalo que no depende de lo que hicimos o dejamos de hacer, sino de su gracia y amor infinito.
Pero, cuando el enojo y el dolor no son sanados, comienzan a echar raíces en nuestra vida y en nuestra alma. Poco a poco, todo se vuelve más pesado, más difícil de llevar. Nos cuesta avanzar, y cada vez que vemos o recordamos a quien nos lastimó, es como un trago amargo que nos impide vivir en paz.
La Biblia nos dice: «Enójense, pero no pequen. No permitan que el enojo les dure hasta la puesta del sol» (Efesios 4.26). Es decir, no permitamos que el enojo se prolongue en el tiempo. No dejemos que se instale en nuestro corazón, porque cuando lo hacemos, nos roba la alegría y la libertad con la que Dios quiere que vivamos.
Pero muchas veces creemos que no tenemos problemas con el rencor, y sin darnos cuenta, dejamos que pequeñas heridas o molestias crezcan en nuestro interior. El versículo en Cantares 2:15 nos advierte sobre esto: «Atrapen a las zorras, a esas zorras pequeñas que arruinan nuestros viñedos, nuestros viñedos en flor.”»
Así como las pequeñas zorras entran al campo y destruyen lo que ha sido sembrado, hay situaciones en nuestra vida que, aunque parecen insignificantes, pueden echar raíces en nuestro corazón. A veces es un comentario fuera de lugar, una respuesta que no fue como esperábamos o una actitud que nos lastimó. Sin notarlo, estas pequeñas cosas se van acumulando y pueden terminar robándonos la paz, impidiendo que nuestro corazón esté libre para amar y perdonar. Nos atan a la amargura y nos impiden vivir con la libertad que Dios nos ha dado a través de Jesús.
PERDONAR ES UNA DECISIÓN PERSONAL.
Pero el perdón es una decisión personal. Solo nosotros podemos tomarla; nadie más puede hacerlo por nosotros. Podemos recibir apoyo, consejo y oración, pero al final, somos nosotros quienes elegimos soltar el peso y vivir en la gracia que hemos recibido.
JESÚS NOS INVITA A TENER UN CORAZÓN PERDONADOR Y LIBRE DE CARGAS.
El perdón no es un proceso fácil, pero trae beneficios que transforman nuestra vida. Nos libera del peso del rencor, nos da paz y nos permite vivir con la libertad que Dios nos ha dado a través de Jesús.
MUCHAS VECES PASAMOS POR ALTO EL SACRIFICIO DE JESÚS.
Jesús vino a este mundo, se hizo carne, se hizo persona, caminó entre nosotros y vivió bajo nuestras mismas leyes. Fue acusado injustamente, arrestado y condenado aun siendo inocente. Lo golpearon hasta dejarlo irreconocible y, como si eso no fuera suficiente, lo obligaron a cargar un madero hasta el lugar donde finalmente sufrió una muerte de cruz.
Algunos historiadores estiman que este madero pesaba alrededor de 50 kilos y que Jesús caminó aproximadamente un kilómetro cargándolo. Pero no solo llevó el peso de la madera, sino también nuestras culpas, nuestros errores, nuestros dolores. En ese camino de sufrimiento, también cargó el perdón que hoy tenemos disponible en nuestras vidas.
LIMITAR EL PERDÓN ES LIMITAR EL AMOR DE DIOS EN NUESTRAS VIDAS.
Jesús cambió nuestra historia para siempre. Ya no vivimos bajo la ley del talión, donde se pagaba ojo por ojo y diente por diente. Ahora vivimos bajo la gracia, bajo el perdón inmerecido de Dios.
Dejemos de limitarnos. Hay decisiones que debemos tomar recordando que ya no vivimos bajo la ley, sino bajo la gracia. Su amor, su perdón y todo lo que Jesús hizo por nosotros se reflejan en otros a través de nuestra vida.
Así como hemos sido perdonados, somos llamados a perdonar. No por obligación, sino porque la gracia de Dios ha transformado nuestro corazón.
¿ESTOY EXPERIMENTANDO EN MI VIDA EL PERDÓN DE DIOS?
Dios nos ha dado un regalo inmenso: su gracia y su perdón. No tuvimos que ganarlo ni merecerlo, sino que lo recibimos por amor. Jesús cargó con nuestro pecado, nuestro dolor y nuestras culpas para que podamos vivir en libertad. Cuando entendemos el peso de su sacrificio, el perdón deja de ser solo una idea y se convierte en una realidad que transforma nuestra vida.
¿ESTOY DEJANDO QUE LA FALTA DE PERDÓN ME IMPIDAN VIVIR EN LIBERTAD?
La falta de perdón no siempre nace de grandes heridas, sino de pequeñas ofensas que dejamos pasar, pero que con el tiempo se acumulan. La Biblia nos advierte en Cantares 2.15 sobre las «zorras pequeñas que arruinan los viñedos», mostrando cómo detalles que parecen insignificantes pueden terminar causando un gran daño. Cuando guardamos rencor por comentarios, gestos o actitudes que nos lastiman, nuestro corazón se endurece y nuestras relaciones se desgastan. Si no aprendemos a soltarlas, nos terminan pesando y no logramos vivir la libertad que Dios quiere para nosotros.
¿CON QUÉ ACTITUD ESTOY VIVIENDO?
Jesús nos enseñó a través de la historia de Mateo 18:21-35 que hay dos actitudes: la del siervo que fue perdonado y reflejó esa gracia en otros, y la del que, a pesar de recibir misericordia, se negó a perdonar. Si entendemos cuánto nos ha perdonado Dios, nuestra respuesta natural debería ser extender ese mismo perdón. Negarnos a perdonar nos encierra en una prisión de amargura, mientras que elegir perdonar nos libera y refleja el amor de Dios en nuestra vida.