«Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo.» Mateo 5.14-16
Vivimos en una sociedad donde las apariencias lo son todo. Invertimos tiempo, energía y esfuerzo en construir una imagen, en mostrar una versión ideal de nosotros mismos, aunque esa versión no exista. Las redes sociales son un claro ejemplo: solo vemos éxitos, sonrisas y logros, cuando detrás de muchas de esas fotos hay personas vacías, heridas y agotadas.
Nos acostumbramos a esconder lo que no se ve bien, a disfrazar lo que podría ser juzgado y mientras intentamos sostener una imagen para los demás, olvidamos que hay alguien que no necesita una foto para saber cómo estamos en realidad.
DIOS NO SE DEJA ENGAÑAR POR LAS APARIENCIAS.
Pero aun así, queremos impresionar. Olvidamos que, por encima de las apariencias, Dios mira los corazones. (1 Samuel 1.17) Él no se deja llevar por lo que mostramos por fuera; conoce nuestras intenciones, nuestras luchas y nuestras heridas.
Y aunque intentemos esconder lo que nos avergüenza, nuestro corazón está al descubierto delante de Dios (Proverbios 21.2). Por eso, necesitamos recordar que en medio del dolor, la contradicción y lo que intentamos ocultar, hay una esperanza que nos sostiene (Lamentaciones 3.21-23)
EL AMOR DE DIOS NO SE ACABA, SU COMPASIÓN JAMÁS SE AGOTA.
Vivimos en un mundo donde todo parece tener fecha de vencimiento, incluso el amor. Pero el amor de Dios permanece. Su compasión no se agota ni cambia con el tiempo (Lamentaciones 3.22).
Dios vio nuestra condición humana. Nos vio intentando ocultar lo que nos avergonzaba… y no se quedó mirando. Fue movido por compasión, ese amor profundo que no solo siente, sino que actúa para cambiar la realidad del que sufre.
Ese es el mensaje de la cruz: Jesús hizo todo lo necesario para que nuestra vida fuera transformada. Pero a veces nos olvidamos de cuánto nos ama.
NUESTRA VIDA ES IMPORTANTE PARA DIOS.
Nos amó tanto que envió a su Hijo a morir por nosotros (Juan 3.16). Y no lo hizo para condenarnos, sino para salvarnos y actuar a nuestro favor. Pero el problema es que seguimos en condenación porque no queremos que salgan a la luz nuestros errores. (Juan 3.19-20)
Él quiere que nos acerquemos con total confianza, tal como somos. No espera que aparentemos ni que escondamos lo que nos duele. Quiere transformar nuestra vida desde lo profundo. Pero aunque intentemos mantener una imagen, y por más esfuerzo que hagamos para ocultar lo que nos avergüenza, somos leídos. Nuestra vida se ve, se nota, habla por sí sola. Como dice la Palabra, somos una carta viva, escrita por Cristo, conocida y leída por todos (2 Corintios 3.1-6).
No necesitamos apariencias ni recomendaciones, porque nuestra vida habla por sí misma. Y no se trata de nuestras capacidades o recursos, es la vida de Jesús en nosotros lo que verdaderamente hace la diferencia.
PERO NOS OLVIDAMOS QUE NO SOMOS DE ESTE MUNDO.
Vivimos en un mundo de apariencias donde constantemente somos presionados a sus modas, tendencias, formas, tentaciones, desenfrenos y nos olvidamos que no somos de este mundo (Hebreos 11.13-14) y sin darnos cuenta terminamos siendo más fieles a un movimiento, una ideología, un partido político o una pasión que a Aquel que dio su vida por nosotros.
NO NEGOCIAMOS CON TERRORISTAS.
Esta frase se hizo parte de la cultura de VIVILO iglesia, porque creemos que nuestra misión no se negocia. Desde el principio enfrentamos presiones para cambiar valores y prioridades, y sabemos que eso no va a parar, por eso no negociamos con terroristas.
Siempre van a aparecer situaciones que intenten presionarnos, que busquen que negociemos lo que creemos, por eso no podemos ceder frente a las demandas ni al chantaje. Cada vez que cedemos, la presión crece. Y cuanto más negociamos, más perdemos.
En el libro de Daniel leemos la historia de tres jóvenes (Daniel 3.1-18) Sadrac, Mesac y Abednego, que se negaron a adorar la estatua del rey. A pesar de las amenazas y del castigo anunciado, no se doblegaron ante la presión del sistema. Fueron llevados al horno de fuego por mantenerse firmes en su fe.
Pero lo más impactante fue su respuesta: «El Dios al que servimos puede librarnos, pero aunque no lo haga, igual no vamos a adorar a tus dioses» (Daniel 3.16-18).
Ellos no sabían si Dios los iba a salvar, pero aun cuando su vida dependía de eso, no negociaron. Decidieron no ceder, ni siquiera un poco. Porque su fidelidad no estaba atada al resultado, sino a su convicción.
Hoy no tenemos un rey que nos amenace con un horno, pero enfrentamos presiones reales, naturales y espirituales, igual de intensas que las que enfrentaron ellos, y como las que enfrentó Jesús en el desierto.
En Lucas 4.1-13 el enemigo intentó debilitar su identidad, sembrar dudas y distorsionar sus prioridades. Le dijo: «Si eres Hijo de Dios…», buscando que pusiera en duda quién era. Luego, quiso que usara su poder para satisfacer deseos personales, y finalmente lo desafió a probar a Dios, como si tuviera que demostrar algo.
Ese mismo patrón sigue vigente hoy: voces que intentan confundirnos, llevarnos a buscar lo que queremos en lugar de lo que Dios quiere, y a poner en tela de juicio su fidelidad.
TRABAJAMOS TANTO EN AGRADAR A LOS DEMÁS, QUE OLVIDAMOS TRABAJAR NUESTRO CARÁCTER.
No queremos quedar mal con nadie y terminamos olvidando que no se puede agradar a Dios y al diablo al mismo tiempo. Como dijo Jesús: no se puede servir a dos señores. (Mateo 6.24)
Y ponemos más prioridad en agradar, en quedar bien, en mostrarnos carismáticos con todos, que no está mal porque el carisma tiene valor. Puede abrirnos puertas, darnos oportunidades, incluso trabajos. El carisma es la habilidad de atraer, agradar o influenciar a otros a través de la simpatía.
La simpatía impacta de entrada, porque mostramos lo mejor de nosotros. Pero si no hay carácter detrás, esa buena impresión se termina desvaneciendo. Podemos caer bien al principio, pero sin carácter, la confianza se rompe rápido. Y ahí es donde se revela la verdad: solo estábamos mostrando una imagen. Algo sin profundidad, sin esencia, vacío.
EL CARÁCTER ES MÁS IMPORTANTE QUE EL CARISMA.
El carácter habla del conjunto de valores, principios y convicciones que definen cómo actuamos, especialmente cuando nadie nos está mirando. Es lo que nos distingue, lo que nos hace diferentes al resto. Habla de integridad, de ser la misma persona en las redes y en lo cotidiano.
EL CARISMA PUEDE ABRIR PUERTAS, PERO EL CARÁCTER ES LO QUE NOS MANTIENE ADENTRO.
Hoy muchos buscan la aceptación de las masas, porque es verdad, el carisma conquista multitudes, pero el carácter conquista el respeto. Podemos ser populares sin carácter, pero no vamos a ser confiables ni dejar una huella real.
El carisma puede dar una buena impresión, pero el carácter revela quién realmente somos cuando nadie nos ve. El carisma atrae, pero el carácter sostiene. El carisma inspira por un momento, pero el carácter impacta de verdad y se transforma en un ejemplo que otros quieren seguir.
PERO HEMOS CONFUNDIDO LO QUE ES CARÁCTER.
Muchas veces decimos que alguien tiene «carácter fuerte» cuando reacciona mal, habla sin filtro o impone su voluntad. Pero eso no es tener carácter, eso es falta de dominio propio. Pero tener un carácter fuerte es otra cosa,
Tener carácter fuerte significa mantener convicciones firmes y actuar conforme a ellas, aunque duela; no dejarnos arrastrar por la presión, la opinión de otros o las emociones del momento; ser coherentes entre lo que creemos, decimos y hacemos; saber decir «no», incluso si eso nos hace quedar mal con algunos; vivir con disciplina, integridad y perseverancia; y asumir con madurez la responsabilidad de nuestras decisiones.
EL CARÁCTER SE FORMA EN LO OCULTO, PERO SE REVELA EN PÚBLICO.
El carácter se forma cuando mantenemos nuestras convicciones y hacemos lo correcto una y otra vez, aunque no tengamos ganas. No negociando nada, porque entendemos que lo que realmente habla de nosotros no es nuestra imagen, lo que verdaderamente habla de nosotros son nuestros resultados. (Mateo 7.15-23)
Seamos consecuentes con lo que creemos y lo que vivimos, nuestra vida tiene que expresar con claridad lo que llevamos dentro.
Estamos llamados a vivir de acuerdo a nuestras convicciones, no a contradicciones. Somos embajadores, representantes del Reino en este mundo.
No estamos en este mundo para pasar desapercibidos, sino para reflejar a Jesús con nuestras decisiones, actitudes y acciones.
Como dice en Mateo 5.14-16, «somos la luz del mundo», una luz que no puede esconderse, que debe alumbrar y mostrar con claridad quiénes somos y a quién pertenecemos.
Nuestra manera de vivir tiene que llevar a otros a reconocer a Dios.
¿QUÉ ÁREA DE MI VIDA ESTOY ESFORZÁNDOME POR ESCONDER?
Vivimos cuidando nuestra apariencia. Mostramos lo que nos conviene, lo que se ve bien, lo que no incomoda. Queremos que los demás piensen que tenemos todo resuelto, porque creemos que si mostramos nuestras luchas, vamos a quedar mal o nos van a juzgar, pero Dios no se deja impresionar por las apariencias (1 Samuel 16.7). Él no elige ni actúa como las personas, no se guía por lo que mostramos. Dios mira nuestro corazón y no está buscando carisma, está buscando carácter. Nos llama a dejar de sostener apariencias y empezar a vivir con verdad.
¿QUÉ COSAS NO ESTOY DISPUESTO A NEGOCIAR AUNQUE NADIE ME VEA?
Fuimos llamados a vivir con integridad, no solo cuando otros nos observan, sino sobre todo cuando nadie está mirando. El carácter se forma en lo invisible. Aunque muchas veces sería más fácil ceder, nosotros no negociamos con la presión, ni con el miedo, ni con lo que compromete nuestras convicciones. Nos plantamos en lo que Dios dice de nosotros. Como en Daniel 3.1-18, aquellos tres jóvenes no cedieron, aunque su vida estaba en juego. Porque su fidelidad no dependía del resultado, sino de su convicción.
¿QUÉ LEEN LAS PERSONAS EN MÍ?
Lo que verdaderamente habla de nosotros no es nuestra imagen, sino nuestros resultados. Nuestra vida es un mensaje, somos cartas abiertas (2 Corintios 3.1-6). Lo que diga nuestra historia depende de lo que dejamos que Dios haga con ella. Por eso, necesitamos tomar decisiones y sostenerlas porque nuestra manera de vivir tiene que llevar a otros a reconocer a Dios en nuestras decisiones, actitudes y acciones.