«Dichoso aquel a quien se le perdonan sus transgresiones, cuyos pecados son cubiertos. Dichoso aquel cuyo pecado el Señor no le toma en cuenta, y en cuyo espíritu no hay engaño. Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Mi fuerza se fue debilitando como al calor del verano, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí. Pero te confesé mi pecado y no te oculté mi maldad. Me dije: «Voy a confesar mis transgresiones al Señor». Y tú perdonaste la culpa de mi pecado.» Salmos 32:1-5

 

 

Qué difícil es admitir cuando nos equivocamos. Apenas cometemos un error, lo primero que intentamos es que pase desapercibido. Nos repetimos «acá no pasó nada», buscamos excusas o tratamos de justificar nuestras actitudes antes que reconocer lo que hicimos mal. Nos cuesta ceder porque pensamos que admitir una falta es rebajarnos o quedar expuestos.

En 2 Samuel 11 y 12 vemos cómo el rey David, en lugar de estar en la guerra como correspondía, se quedó en su palacio y desde allí vio a Betsabé, la esposa de Urías. La mandó a llamar, durmió con ella y ella quedó embarazada. Para encubrirlo, intentó traer a Urías de la batalla para que pareciera que el hijo era suyo, pero como no funcionó, mandó a Urías al frente de la guerra para que muriera.

Al igual que David, muchas veces nos cuesta dejar nuestro ego de lado y ser humildes para resolver las cosas de la mejor manera. En lugar de reconocer nuestros errores, insistimos en sostener nuestras ideas o en cubrirlos con mentiras. Pero el camino correcto siempre es enfrentar la situación, y con Dios todo se vuelve más sencillo.

EL PRIMER PASO ES RECONOCER NUESTRO ERROR Y BUSCAR UNA SOLUCIÓN.

Romanos 3:23 nos recuerda: «todos han pecado y están privados de la gloria de Dios». Esto significa que todos compartimos esa misma condición, como consecuencia del pecado original que comenzó con Adán y Eva en el Génesis.

La buena noticia es que en Jesús está la respuesta a nuestro problema con el pecado. Por medio de su muerte y resurrección, Él nos ofrece perdón y la posibilidad de reconciliarnos con Dios.

LA CULPA NOS PARALIZA.

En el Salmo 32, David describe lo que sintió en medio de esa situación: mientras ocultaba su pecado, sus fuerzas se debilitaban y vivía bajo un peso insoportable. Eso mismo nos pasa a nosotros: la culpa nos roba la paz, nos desgasta y nos aísla de los demás.

La culpa nos hace creer que Dios está esperando el momento para castigarnos, que no somos suficientes o que no merecemos acercarnos a Él. Y así, sin darnos cuenta, vamos levantando un muro invisible que nos aleja de la oración, de la iglesia y de la compañía de otros. Terminamos escondiéndonos detrás de frases vacías como «todo bien», aunque sabemos que por dentro no lo está.

La culpa nos paraliza, nos lleva a compararnos y nos mantiene atados al error, porque fija la mirada en nosotros mismos, en nuestras fuerzas limitadas y en lo que hicimos mal.

En la historia de David hubo alguien clave: Natán, el profeta que Dios envió para confrontarlo. Gracias a él, David pudo reconocer su error y confesar su pecado.

De la misma manera, nosotros necesitamos personas que nos confronten con amor y no solo nos digan lo que queremos escuchar. Cuando caminamos junto a otros y construimos amistades sanas, podemos acompañarnos mutuamente en cada temporada de la vida, ayudándonos a crecer y a acercarnos más a Dios.

El arrepentimiento busca avanzar y hacer cambios, no quedarnos paralizados por la situación. Como dice en 1 Juan 1:9, «Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.».

EL ARREPENTIMIENTO SE CENTRA EN VER LO QUE DIOS QUIERE HACER EN NUESTRAS VIDAS.

Dios envió a Jesús para salvarnos de nuestros pecados (Juan 3:16-17), y esa verdad nos impulsa a confesar nuestros errores y a buscar en Él la solución. Cuando no lo hacemos, el pecado termina dañándonos por dentro y afectando nuestra relación con Dios.

Necesitamos entender que no se trata de ocultar nuestros errores, sino de acercarnos a Dios cada día, buscando su perdón y hablándole con honestidad. Cuando lo hacemos con humildad y sinceridad, podemos experimentar el perdón y la restauración que Él nos ofrece (Hechos 3:19-20).

NO IMPORTA LO QUE HAYAMOS HECHO, SIEMPRE PODEMOS VOLVER A JESÚS.

Dios nunca se ha olvidado de nosotros ni se ha alejado. Su amor permanece intacto, su mirada sigue puesta en nuestras vidas y sus planes no han cambiado. Él conoce lo que somos, pero también sabe lo que quiere hacer de nosotros (Jeremías 29:11). Tiene el poder de transformar nuestra realidad y hacer todo nuevo.

Fuimos llamados a vivir con propósito, para que todos puedan ver lo que Dios ha hecho en nosotros.

 

 


REFLEXIÓN

¿RECONOZCO MIS ERRORES?

Reconocer nuestros errores significa dejar de taparlos o minimizar su impacto y enfrentarlos con honestidad. El camino correcto siempre es enfrentar las situaciones de la vida, y con Dios siempre es más fácil. Cuando aceptamos nuestras fallas, podemos abrir nuestro corazón a Dios. Y para eso el primer paso es reconocer nuestros errores y buscar una solución, lo que nos permite crecer, aprender y avanzar hacia la transformación que Dios quiere para nuestras vidas.

 

¿LA CULPA ME ESTÁ HACIENDO SENTIR INSUFICIENTE, ALEJÁNDOME DE DIOS Y DE LOS DEMÁS?

La culpa es un peso que consume nuestra fuerza, roba nuestra paz y alegría. Cuando nos quedamos atrapados en ella, nos aislamos de Dios y de las personas que nos aman, y nos comparamos constantemente con otros. La culpa nos hace sentir que no somos suficientes, que estamos solos y que merecemos castigo. Reconocer cómo nos afecta nos permite entregarla a Jesús, quien nos ofrece libertad, restauración y la posibilidad de vivir nuevamente con esperanza, gozo y confianza en su amor.

 

¿ESTOY ACEPTANDO EL PERDÓN QUE DIOS ME OFRECE?

Aceptar el perdón de Dios es abrirnos a la verdad de que Él nos perdona y confesar nuestras faltas con honestidad. Cuando hacemos esto, dejamos de cargar con el peso del pecado y soltamos nuestra autosuficiencia, permitiendo que Jesús nos guíe y nos restaure por completo. El arrepentimiento nos libera, nos da paz y nos permite caminar junto a Dios, renovados y libres, para cumplir el propósito que Él tiene para nuestras vidas. Al aceptar su perdón, dejamos que Dios transforme nuestra realidad y nos muestre lo que quiere hacer en nosotros y a través de nosotros.