«Un día subían Pedro y Juan al Templo a las tres de la tarde, que es la hora de la oración. Junto a la puerta llamada Hermosa había un hombre lisiado de nacimiento, al que todos los días dejaban allí para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. Cuando este vio que Pedro y Juan estaban por entrar, les pidió limosna. Pedro, con Juan, mirándolo fijamente, le dijo: —¡Míranos! El hombre fijó en ellos la mirada, esperando recibir algo. —No tengo plata ni oro —declaró Pedro—, pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda! Y tomándolo por la mano derecha, lo levantó. Al instante los pies y los tobillos del hombre cobraron fuerza. De un salto se puso en pie y comenzó a caminar. Luego entró con ellos en el Templo con sus propios pies, saltando y alabando a Dios. Cuando todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, lo reconocieron como el mismo hombre que acostumbraba a pedir limosna sentado junto a la puerta del Templo llamada Hermosa, entonces se llenaron de admiración y asombro por lo que le había ocurrido.» Hechos 3.1-10
La vida está llena de dificultades, vivimos situaciones en las que sentimos que no podemos, que no tenemos o que no se puede. Pero el verdadero problema no es la dificultad en sí, sino que muchas veces nos rendimos ante ella. En lugar de hacer algo o buscar una salida, aceptamos la realidad como definitiva, bajamos los brazos y dejamos que la vida nos venza.
Aceptamos la derrota sin luchar, permitiendo que los problemas nos roben las fuerzas, las oportunidades y la posibilidad de ver los resultados que esperamos. Y así terminamos viviendo por inercia, sin esperar nada nuevo.
Para cualquiera, ese día podía parecer uno más, un día común, sin nada especial. Pero un día ordinario puede volverse extraordinario cuando Dios interviene. En esa escena había tres tipos de personas, tres formas de vivir la realidad.
El primero era el hombre lisiado de nacimiento, un hombre con una discapacidad que lo había acompañado toda su vida. Nunca había caminado. Dependía totalmente de otros para moverse; lo llevaban cada día y lo dejaban en la puerta del templo para pedir limosna. Su rutina era la misma, día tras día, sin cambios, sin esperanza.
CUANDO ALGO SE REPITE TANTO, SE CONVIERTE EN NUESTRA REALIDAD.
Se había acostumbrado a vivir de esa manera, a conformarse con lo mínimo. Su discapacidad no solo era física, también se había convertido en una limitación interna y una forma de ver su vida. Estaba condenado a depender de otros, a pedir desde una posición de humillación, a recibir apenas lo necesario para sobrevivir.
Y lo peor, no podía entrar al templo. La cultura religiosa de su tiempo lo consideraba indigno. Vivía tan cerca del lugar donde todos iban a orar, pero al mismo tiempo tan lejos de poder entrar. Su realidad era sobrevivir afuera, resignado a mirar desde la distancia (Levítico 21.16-24).
El segundo grupo eran las personas que pasaban todos los días frente a él. Pasaban camino al templo, lo veían tirado en el mismo lugar, y aunque algunos le daban algo de dinero, lo hacían sin verdadera compasión.
HAY AYUDAS QUE NO SIRVEN PARA NADA.
Porque hay entornos que nos acompañan, pero no nos impulsan. Personas que están presentes, pero no nos levantan. Cuando lo anormal se vuelve normal, el milagro se vuelve innecesario. La gente se había acostumbrado tanto a verlo ahí, que ya no esperaba nada diferente. Cuando algo se repite, lo asumimos como definitivo, y dejamos de creer que puede cambiar.
El tercer grupo eran Pedro y Juan, dos hombres de fe, llenos del Espíritu Santo, que iban juntos al templo a orar. Caminaban juntos porque entendían que la soledad no es una circunstancia, es una decisión de caminar solos. Nuestra vida depende de Dios, sí… pero también de caminar con otros que fortalezcan nuestra fe. Pedro y Juan tenían hábitos, disciplina y constancia, pero también sensibilidad y compasión.
LA FE CRECE CUANDO CAMINAMOS CON OTROS QUE CREEN.
Necesitamos rodearnos de personas así, que nos animen, nos desafíen y nos impulsen a seguir buscando a Dios. La fe crece cuando caminamos con otros que creen. Ser fiel no es solo por un tiempo, es hasta el final: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida» (Apocalipsis 2.10). No alcanza con empezar bien, hay que llegar a la meta.
Pedro y Juan habían caminado con Jesús. Habían visto su poder y habían sido llenos del Espíritu Santo. Y sin embargo, seguían yendo al templo a orar. Tenían prioridad espiritual y disciplina, pero cuando ese hombre les pidió una limosna, no lo ignoraron. No pasaron de largo ni fingieron no verlo. Un error como creyentes es cuidar los hábitos, pero descuidar la compasión. La fe verdadera se demuestra en las obras: «La fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta» (Santiago 2.14-17).
Pedro y Juan lo miraron fijamente y le dijeron: «¡Míranos!». Captaron su atención, lo hicieron levantar la mirada. El hombre esperaba recibir una moneda, pero la respuesta no fue la que imaginaba: «No tengo plata ni oro». Y ahí está la lección. Muchas veces ponemos nuestra atención en lo que no tenemos o en lo que creemos necesitar. Nos enfocamos en la falta, en la escasez, en lo que pensamos que nos falta para cambiar la situación. Pero Pedro y Juan sabían lo que sí tenían. No tenían lo que el hombre esperaba, pero sí lo que necesitaba.
El que sabe lo que tiene puede estar en paz en cualquier circunstancia. «He aprendido a estar satisfecho en cualquier situación (…) todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4.11-13). Cuando sabemos lo que tenemos en Cristo, no dependemos de lo visible, porque lo que llevamos dentro es mucho más grande que cualquier recurso.
TENEMOS LO QUE EL MUNDO NECESITA.
Nosotros no estamos para escondernos. «Ustedes son la luz del mundo (…) hagan brillar su luz delante de todos» (Mateo 5.14-16). Hay muchas personas hoy viviendo igual que ese hombre: tiradas, acostumbradas a mendigar, sin fuerzas para levantarse. Pero no fuimos llamados a ser observadores del dolor, sino instrumentos del poder de Dios.
LA CONVICCIÓN NOS DA SEGURIDAD, NOS HACE VIVIR CON PROPÓSITO.
Pedro y Juan sabían lo que tenían. Por eso dijeron: «Lo que tengo te doy». Tenían convicción. Muchos no comparten lo que tienen porque dudan: dudan de su salvación, del amor o del perdón de Dios. Pero la Biblia dice: «A cuantos lo recibieron, les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1.12). Y también: «Si el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos vive en ustedes (…) también dará vida a sus cuerpos» (Romanos 8.11). Ese mismo poder vive en nosotros.
«Tenemos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros» (2 Corintios 4.7). Aunque por fuera nos desgastamos, por dentro nos renovamos día a día, porque lo invisible es eterno (2 Corintios 4.16-18).
HAY PERSONAS QUE NECESITAN DE ALGUIEN QUE CON FE Y AUTORIDAD LOS TOME DE LA MANO Y LOS LEVANTE.
Mientras dudamos de lo que tenemos, seguimos pasando los días sin ver oportunidades de dar a otros lo que realmente necesitan. Pero cuando decidimos creer y actuar, algo cambia. Pedro lo tomó de la mano y le dijo: «¡Levantate y andá!». Hay personas que necesitan que alguien las tome de la mano y las levante. Personas que necesitan ver en nosotros fe, autoridad y amor.
Y cuando ese hombre se levantó, saltó y entró al templo alabando a Dios, todos se llenaron de admiración y asombro. Un día ordinario puede volverse extraordinario cuando no nos rendimos, cuando caminamos con fe y con las personas correctas, y cuando compartimos con otros lo que tenemos.
Porque eso es lo que Jesús hace con nosotros: nos levanta, nos da fuerzas y nos hace caminar otra vez. Él no nos da una limosna ni una solución momentánea; nos da una nueva vida. Cada vez que decidimos creer y extender la mano a alguien más, estamos participando del mismo milagro. No vivimos una fe que se queda quieta: vivimos una fe que levanta, transforma y provoca admiración en los que miran.
No se trata de cuánto tenemos, sino de reconocer lo que Dios ya puso en nosotros. Jesús nos invita a ser parte de lo extraordinario: a mirar diferente, a actuar con fe y a no rendirnos aunque todo parezca igual. Porque cuando decidimos no rendirnos, Dios convierte lo común en milagro.
REFLEXIÓN
¿QUÉ REALIDAD ESTOY ACEPTANDO?
Muchas veces aceptamos como «normal» lo que en realidad nos está limitando. Nos acostumbramos a la rutina, a la escasez, al dolor o a la frustración como si no hubiera otra opción. Pero Dios no nos llamó a vivir resignados, sino con expectativa. Cuando dejamos de creer que algo puede cambiar, dejamos de buscar el milagro. Lo ordinario se vuelve extraordinario cuando decidimos no rendirnos y volvemos a creer que Dios puede intervenir.
¿ESTOY COMPARTIENDO VIDA Y LEVANTANDO A OTROS?
Pedro y Juan no pasaron de largo. Ellos se detuvieron, miraron al hombre y lo tomaron de la mano. Compartieron lo que tenían: fe, convicción y poder de Dios. No dieron una limosna, dieron vida. Nosotros también fuimos levantados para levantar a otros. Cada palabra, cada gesto, cada acto de fe puede hacer que alguien más se ponga en pie. No estamos acá para acompañar la necesidad, sino para transformarla con amor y acción.
¿DÓNDE ESTOY COLOCANDO MI ATENCIÓN?
A veces vivimos mirando todo lo que nos falta: los recursos, las oportunidades, la fuerza o incluso la motivación. Pero Pedro no se enfocó en eso. No tenía plata ni oro, y aun así no se detuvo. Decidió compartir lo que sí tenía: fe, poder, convicción y el amor de Jesús. No dio desde la abundancia, dio desde la generosidad. Y en ese acto, algo ordinario se volvió extraordinario. Cuando elegimos dejar de lamentarnos por lo que no tenemos y empezamos a compartir lo que tenemos, descubrimos que Jesús puede transformar lo cotidiano en un milagro.
